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EL SACRIFICIO

Por Cecilia Luna

12 de marzo. Primer día de trabajo en el Banco Nacional. Clara está exultante. Y con razón, tiene dos grandes motivos para celebrar, el puesto que tanto anhelaba y su cumpleaños número 19.

Piensa que esa coincidencia en la fecha es un buen augurio. Y quizás lo hubiera sido, de no conocerlo a él.

En el preciso instante en que lo vio quedó deslumbrada. Su elegancia, sus modales, su sonrisa… era el gerente, no podía ser menos.

Sabía bien que no debía fijarse en él. No solo por la diferencia de edad (podía ser su padre), sino porque estaba casado. Eso fue lo primero que le informaron sus compañeras, quizás adivinando sus pensamientos.

Clara hizo lo posible por no enamorarse, pero no pudo. No por falta de voluntad, sino porque Francisco no era un “casado” cualquiera. Ella nunca había conocido a un hombre así. En su pueblo no los había ni siquiera parecidos.

El encantamiento de ella sumado al interés de él en una nueva conquista, dieron por resultado el romance, cumpliendo con el trillado mito del affaire entre la secretaria y el jefe.

La relación inició despareja. Ella joven, inexperta, dispuesta a darlo todo por amor. El, astuto, taimado, esperando recibirlo todo a cambio de nada. La historia es harto conocida.

Los meses pasaron, y con ellos, los años. Clara dejó de ser la joven ingenua, pero su amor por Francisco seguía siendo el mismo. Pese a todas las predicciones, se había mantenido incólume a pesar de los obstáculos y los tormentos.

Ella había aprendido a aceptar con estoicismo que él solo era suyo de lunes a viernes, de 8 a 18. En horario bancario. Después desaparecía, en el indescifrable abismo de su hogar. Era como si se lo tragara la tierra y lo devolviera sano y salvo los lunes por la mañana.

Él llegaba sonriendo. Brillando.

Ella llegaba arrastrando su corazón roto y con los ojos desacomodados por las horas de insomnio.

Pero de sus labios no salía ni una queja, ni un reclamo. Ella lo había conocido así; qué le iba a hacer…

Francisco era feliz, o algo parecido a eso. Hacía lo que quería y nadie le exigía nada. Ni siquiera su esposa, quien siempre se había hecho la desentendida. Es que también estaba cómoda, ¿para qué alterar el orden establecido?

Pero un día ocurrió lo inesperado. Llegó al banco, de sorpresa, una auditoría.

El primer sorprendido fue Francisco, al ver que el auditor no era el mismo de siempre, el que hacía la “vista gorda” a cambio de algunos favores.

Este, por el contrario, tenía vista de lince y fama de incorruptible.

No le hizo falta indagar mucho para descubrir que había “serias irregularidades”, tal como lo describió en su informe.

Y comenzó la investigación.

Francisco sabía que la espada de Damocles pendía sobre él. La desesperación comenzó a invadirlo. La condena y la prisión estaban cerca. Tenía que encontrar una solución inmediata. No podía perderlo todo. No quería perderlo todo.

Entonces se le ocurrió la idea. Y mientras más la pensaba, el plan se volvía más perfecto.

La cosa era sencilla: Clara debía declararse culpable. Y una vez que lo hubiera hecho todo encajaría como en un rompecabezas. Hasta resultaría lógico. Ella, como su mano derecha, tenía acceso a toda la información, los códigos, las cuentas, las llaves. De manera que podía haber cometido el ilícito tan fácilmente como lo había hecho él.

El problema era convencerla.

Francisco sospechaba que lo que más iba a preocuparle a Clara no sería la pérdida de la libertad, ni el manchar su nombre por un delito que no había cometido; el problema iba a estar en el temor de que sus padres no pudieran resistir semejante dolor y tan terrible vergüenza.

Francisco armó y desarmó estrategias, hasta que con inspiración maquiavélica comprendió que había una sola manera de conseguir que ella cargara con su culpa: que el sacrificio valiera la pena. ¿Y qué era lo único que ella anhelaba tener en este mundo?: a él.

La solución era fácil.

Salió corriendo a buscarla. No había tiempo que perder. En pocos minutos se encontró tocando el portero de su departamento. Mientras subía la escalera se dio cuenta de que era sábado. Esa era la primera vez en cinco años que él iba a verla en fin de semana. Las cosas que tiene la vida…

Clara abrió la puerta asustada. Sabía que si él había ido a su casa un día sábado era porque algo muy grave estaba sucediendo. Se sentó a esperar la mala noticia.

¡Cuál fue su sorpresa al escuchar la propuesta de matrimonio! Francisco jamás le había hablado en esos términos. Nunca antes habían salido de su boca esas palabras: divorcio, futuro, proyectos, familia… Era tan nuevo para ella ese escenario que llegó a dudar de su cordura.

El shock dio paso a la felicidad, y ésta a la emoción.

Se arrojó en sus brazos y lloró. Un río de angustias contenidas, de sentimientos encontrados, de frustraciones atragantadas comenzó a brotar de sus ojos y no se detuvo hasta empaparlos a ambos.

Ni siquiera el “favor” que le pidió después logró empañar su alegría.

Se fue sonriendo hasta el juzgado, imaginando como iba a ser su vida de casada, sus hijos…

El fiscal le tomó la declaración. En su larga carrera jamás había visto a un confeso de tan buen humor.

Ella dijo ser la única responsable del desfalco al banco, y le facilitó todas las pruebas que la incriminaban. Le creyeron. No había motivos para no hacerlo.

Un 12 de marzo la declararon culpable, y la condenaron a 4 años de prisión efectiva.

El día en que salió en libertad lo primero que vio fue a Francisco. Estaba parado en la puerta del penal con un ramo de flores.

Clara quedó a la espera del anillo de bodas, el que marcaría el comienzo de su nueva vida.

Esperó y esperó durante los siguientes 20 años.

Cuando él murió en brazos de su esposa, ella supo que nunca lo recibiría.

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